Una de las pinturas de Bartolomé Esteban Murillo dedicadas a la Inmaculada conocida como la Inmaculada del Escorial (1660-1665)
Una de las pinturas de Bartolomé Esteban Murillo dedicadas a la Inmaculada conocida como la Inmaculada del Escorial (1660-1665)

En esta festividad la Iglesia nos recuerda a los cristianos que María, la madre de Jesús, fue liberada por Dios del “pecado original”. Es un tema que se discutió entre los católicos durante siglos, hasta que el papa Pío IX lo definió como “dogma de fe” el 8 de diciembre de 1854.

Pero en realidad ¿qué quiere decirnos esta fiesta? Que María, la madre de Jesús, fue liberada de lo que origina el mal en el mundo: el deseo (Ex 20,17). Pero no cualquier deseo, sino el peor de todos: el de “ser como Dios” (Gn 3,5). Es decir, el deseo de estar por encima de todos y dominar a todos.

Ahí está el origen de todas nuestras ruinas. La fiesta de la Inmaculada nos ayuda a comprender mejor a María, la Madre de Jesús, porque fue la mujer que jamás se dejó llevar de apetencia o deseo de poder, de mandar, de tener. María es la Inmaculada porque es la mujer más ejemplar que ha pasado por este mundo.

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Por eso esta fiesta de la Inmaculada es una manera de afirmar que María, la Madre de Jesús, fue una mujer singular, única, ejemplar como nadie más. Porque en María lo inhumano no dañó su profunda humanidad. Fue la mujer ideal, ejemplar, por su bondad, su rectitud, su honradez, su genialidad para ser la educadora de Jesús, la mujer buena y cabal que colaboró de forma decisiva para educar a Jesús. Y de la que hemos recibido el gran regalo que da sentido a nuestras vidas: la humanidad de Jesús de Nazaret.

María fue la madre buena que nunca privó a Jesús de su libertad. Educó a su hijo como un hombre profundamente religioso y, al mismo tiempo, profundamente libre, que le amó hasta el final de la vida de aquel hombre que acabó deshonrado, despreciado, condenado y ejecutado como un sujeto peligroso al que las autoridades vieron que era necesario eliminarlo. Y allí, ella, su madre, estuvo finalmente de pie al lado del ajusticiado, queriéndole como fue y como vivió. ¡Eso es una MADRE INMACULADA!

Pero al mismo tiempo María nos enseña lo que significa la verdadera alegría, algo que no es fácil de llevar a cabo, pero todo es posible para el que cree. El Canto del Magnificat es un verdadero ejemplo de lo que es el gozo y la alegría. La alegría es un regalo hermoso, pero también vulnerable. Un don que hemos de cuidar con humildad y generosidad en el fondo del alma. Pero hay algo más: ¿cómo se puede ser feliz cuando hay tantos sufrimientos sobre el mundo que nos toca vivir? ¿Cómo gozar cuando dos terceras partes de la humanidad se encuentran hundidas en el hambre, la miseria o la guerra?

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La alegría de María es el gozo de una mujer creyente que se alegra en Dios salvador, el que levanta a los humildes y dispersa a los soberbios, el que colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos vacíos. La alegría verdadera sólo es posible en el corazón del que anhela y busca la justicia, libertad y fraternidad para todos. María se alegra en Dios, porque viene a consumar la esperanza de los abandonados.

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Sólo se puede ser alegre en comunión con los que sufren y en solidaridad con los que lloran. Sólo tiene derecho a la alegría quien lucha por hacerla posible entre los humillados. Sólo puede ser feliz quien se esfuerza por hacer felices a los demás. Sólo puede celebrar la Navidad quien busca sinceramente el nacimiento de un hombre nuevo entre nosotros. De ahí que María cuando visita a su prima Isabel salte de gozo y proclame el Canto de los humildes y sencillos.