“No se entristezca tu corazón…
¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”,
dijo la Virgen de Guadalupe
al afligido Juan Diego
el 12 de diciembre de 1531.

El Papa Francisco ha estado tres veces en el templo Mariano de México; la primera en 1970 en la antigua Basílica, la segunda vez en 1999 cuando Juan Pablo II firmó y entregó la Exhortación postsinodal Ecclesia in América, y en su única visita a México como Papa en 2016 fue a la Ciudad de México exclusivamente a ver la morenita.

Aquel encuentro ocurrió la tarde del sábado 13 de febrero; antes de la misa estuvo sólo con la imagen original de la tilma de Juan Diego, un privilegio al que sólo algunos pueden acceder.

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La tarde del miércoles 11 de diciembre —segunda semana de Adviento—, el Papa Francisco presidió por séptima vez en su pontificado en la Basílica Vaticana la celebración eucarística con ocasión de la fiesta litúrgica de la Santísima Virgen María de Guadalupe, patrona de América y de las Filipinas.

Hace 5 años, la tarde del viernes 12 de diciembre de 2014, el Papa, junto con 750 sacerdotes y cinco cardenales, presidió la “Misa Criolla” en el Vaticano por la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe. Con ellos recordó los 50 años de la obra del músico argentino Ariel Ramírez (1921–2010) inspirada en la piedad de dos monjas alemanas que socorrían prisioneros de un campo de concentración nazi, cercano a su convento en Würzburg.

“Cuando escuché por primera vez la Misa Criolla era estudiante, creo que de teología, pero no recuerdo bien. Y me gustó mucho. Me gustó mucho el Cordero de Dios, que es de una belleza impresionante. De lo que no me olvido nunca es de que la escuché cantada por Mercedes Sosa”, dijo Francisco.

Ese hecho no se ha vuelto a repetir. Esta vez el Papa improvisó la siguiente homilía para destacar tres adjetivos de esta advocación mariana: señora-mujer, madre y mestiza.

La homilía

La celebración de hoy, los textos bíblicos que hemos escuchado, y la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe que nos recuerda el Nican mopohua, me sugieren tres adjetivos para ella: señora-mujer, madre y mestiza.

María es mujer. Es mujer, es señora, como dice el Nican mopohua. Mujer con el señorío de mujer. Se presenta como mujer y se presenta con un mensaje de otro, es decir, es mujer, señora y discípula. A San Ignacio le gustaba llamarla Nuestra Señora. Y así es de sencillo, no pretende otra cosa: es mujer, discípula.

La piedad cristiana a lo largo de los tiempos siempre buscó alabarla con nuevos títulos: eran títulos filiales, títulos del amor del pueblo de Dios, pero que no tocaban en nada ese ser mujer-discípula.

San Bernardo nos decía que cuando hablamos de María nunca es suficiente la alabanza, los títulos de alabanza, pero no tocaban para nada ese humilde discipulado de ella. Discípula.
Fiel a su Maestro, que es su Hijo, el único Redentor, jamás quiso para sí tomar algo de su Hijo. Jamás se presentó como co-redentora. No, discípula.

Y algún Santo Padre dice por ahí que es más digno el discipulado que la maternidad. Cuestiones de teólogos, pero discípula. Nunca robó para sí nada de su Hijo, lo sirvió porque es madre, da la vida en la plenitud de los tiempos, como escuchamos a ese Hijo nacido de mujer.

María es Madre nuestra, es Madre de nuestros pueblos, es Madre de todos nosotros, es Madre de la Iglesia, pero es figura de la Iglesia también. Y es madre de nuestro corazón, de nuestra alma. Algún Santo Padre dice que lo que se dice de María se puede decir, a su manera, de la Iglesia, y a su manera, del alma nuestra. Porque la Iglesia es femenina y nuestra alma tiene esa capacidad de recibir de Dios la gracia, y en cierto sentido los Padres la veían como femenina. No podemos pensar la Iglesia sin este principio mariano que se extiende.

Cuando buscamos el papel de la mujer en la Iglesia, podemos ir por la vía de la funcionalidad, porque la mujer tiene funciones que cumplir en la Iglesia. Pero eso nos deja a mitad de camino.

La mujer en la Iglesia va más allá, con ese principio mariano, que “maternaliza” a la Iglesia y la transforma en la Santa Madre Iglesia.

María mujer, María madre, sin otro título esencial. Los otros títulos —pensemos en las letanías lauretanas— son títulos de hijos enamorados que le cantan a la Madre, pero no tocan la esencialidad del ser de María: mujer y madre.

Y tercer adjetivo que yo le diría mirándola, se nos quiso mestiza, se mestizó. Pero no sólo con el Juan Dieguito, con el pueblo. Se mestizó para ser Madre de todos, se mestizó con la humanidad. ¿Por qué? Porque ella mestizó a Dios. Y ese es el gran misterio: María Madre mestiza a Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, en su Hijo.

Cuando nos vengan con historias de que había que declararla esto, o hacer este otro dogma o esto, no nos perdamos en tonteras: María es mujer, es Nuestra Señora, María es Madre de su Hijo y de la Santa Madre Iglesia jerárquica y María es mestiza, mujer de nuestros pueblos, pero que mestizó a Dios.

Que nos hable como le habló a Juan Diego desde estos tres títulos: con ternura, con calidez femenina y con la cercanía del mestizaje.

Que así sea.