En innegable que vivimos en una situación paradójica. Hoy más que nunca nuestra sociedad tiene una sensibilidad especial en relación a los derechos pisoteados o injusticias violentas, al mismo tiempo que aumenta el sentimiento de recurrir a la violencia, muchas veces, brutal y despiadada para llevar a cabo y radicalmente los cambios que todos esperan. Pareciera que no hay otro camino para resolver los problemas que el recurso a la violencia.

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Tanto en el Evangelio, palabras de Jesús y en otros muchos hombres y mujeres buenos de la humanidad, hay una convicción profunda de que al mal no se le puede vencer a base de odio y violencia. Al mal se le vence solo con el bien. Como decía Martin Luther King, “el último defecto de la violencia es que genera una espiral descendente que destruye todo lo que engendra. En vez de disminuir el mal, lo aumenta”. Sin embargo, hacer el bien a los que nos han dañado no significa tolerar las injusticias y retirarse cómodamente de la lucha contra el mal. No podemos luchar contra el mal cuando se destruye a las personas. Hay que combatir el mal, pero sin buscar la destrucción del adversario.

Cuando nos han lastimado y “herido”, a veces, nos gustaría dirigir nuestra agresividad contra ese enemigo que me ha violentado, pero ese no es el camino, no es la otra persona, sino nuestro propio “yo” egoísta, capaz de destruir a quien se nos opone. Es una equivocación creer que el mal se puede detener con el mal y la injusticia con la injusticia. El respeto total al ser humano está pidiendo un esfuerzo constante por suprimir la mutua violencia y promover el diálogo y la búsqueda de una convivencia siempre más justa y fraterna.

No basta con denunciar la violencia, venga de donde venga. No es suficiente sobrecogernos y mostrar  nuestra repulsa cada vez que se atenta contra la vida de un ser inocente, léase el caso reciente de Fátima. Día a día hemos de construir entre todos una sociedad diferente, suprimiendo de raíz “el ojo por ojo y diente por diente” y cultivando una actitud reconciliadora, que no es fácil, pero sí es posible. Nunca mejor que ahora suenan aquí las palabras de Jesús que nos interpelan y nos sostienen: “amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian”.

En cualquier parte del mundo escuchamos y vemos escenas terroríficas de atentados, masacres humanas, desplazados a fuerzas, etc. Sin embargo, todo pasa como si estuviéramos viendo una película para “matar” el tiempo sin percatarnos que también nosotros de alguna manera somos cómplices de lo que pasa acá o acullá por nuestro silencio y apatía ante tales situaciones. Al parecer, lo que sucede en el mundo es “una historia de buenos y malos”. Claro está que, nosotros, naturalmente, somos los buenos. Los occidentales somos más buenos que los musulmanes; los pueblos desarrollados, más justos que los viven rozando la miseria. Pero esto no es verdad.

La violencia, el terrorismo…, es sin duda, un crimen execrable  sin justificación alguna. Pero es también un síntoma. No se produce porque un odio diabólico se ha apoderado de pronto de unos desalmados. Nace de la desesperación y del fanatismo, del miedo y del odio a los poderosos de la tierra, de la impotencia ante los que quieren dominar a sus pueblos. Todo se mezcla de manera irracional. Pero tampoco, nosotros los “buenos”, somos inocentes.

Traídos estos pensamientos a nuestro contexto, hemos convertido a nuestro país en un “holocausto nacional”. Solamente el año pasado tuvimos más de 35 mil muertos por violencia. Nosotros escuchando estas cifras escalofriantes no queremos que nadie nos moleste. Seguimos desarrollando nuestro afán de supremacía, pensando que los que mueren así es porque lo buscan y porque ellos mismos son violentos. Pero no queremos que nos toquen y menos, que nos saquen de nuestro estado de confort . Nosotros no necesitamos organizar “actos de terror” para sembrar hambre, muerte y desplazados en las diferentes latitudes, pero sí lo hacemos desde nuestra política injusta e insolidaria.

En una época donde el individualismo y el relativismo se han apoderado de la sociedad, donde parece sonar el dicho: “sálvese quien pueda”; más que nunca, necesitamos ser solidarios y pensar que los problemas que nos aquejan, no son únicamente de los gobiernos de turno, sino que todos estamos involucrados en ellos. El narcotráfico, los feminicidios que estamos viviendo  en estos tiempos y muchos otros asuntos, desafortunadamente desgarradores, no son del “vecino de enfrente”. Todos somos parte de, porque no vivimos aislados sino que formamos una familia, una colonia, un municipio, un estado, una nación y un universo. Cada uno tenemos una misión y una responsabilidad, ser hombres y mujeres de paz y bien, contribuir a las causas de la justicia y erradicar toda discriminación para que  nadie se sienta inferior por su raza, lengua o religión. Donde se respeten los Derechos Humanos, seamos tolerantes y, en definitiva, todos tengamos una vida digna.